Hay días en que todo parece colapsar. En que se miran las noticias y se lee que un candidato presidencial fue herido a tiros. Que el Gobierno evalúa suspender la regla fiscal porque el dinero no alcanza. Que Ecopetrol, la empresa que por años sostuvo buena parte del presupuesto nacional, ya no genera los ingresos de antes. Que los programas sociales no avanzan, ni siquiera los que este mismo gobierno propuso. Y que el presupuesto, aunque aprobado, sigue atrapado en papeles, lejos de la gente.
Se siente un nudo en el pecho. Llevamos años apostándole a este país con todo: con nuestro trabajo, la esperanza, el tiempo. Algunos convencidos de que Colombia puede ser mejor, más equitativa, más humana. Pero hoy –hoy– se siente el corazón vacío. Como si estuviéramos al borde de un abismo que nadie quiere ver.
Duele la crisis fiscal, la violencia política, la inseguridad, la guerra de poder institucional, pero lo que más duele es que estamos dejando de creer que este país es un proyecto común. Cada uno defiende su esquina, sus verdades, sus odios. Los gobiernos, sordos. Los discursos, vacíos. La corrupción, desentrañándolo todo. Y nosotros, ciudadanos, agotados de tanto gritar sin ser escuchados.
¿Y ahora, qué hacemos?
Podríamos resignarnos, decir que todo está perdido. Que aquí no hay futuro. Pero no sería cierto. Porque también hay señales de vida. Este año, más de 2,4 millones de estudiantes están matriculados en educación superior, y de ellos, un poco más del 50 % en instituciones públicas (Mineducación). El 42 % de las empresas son lideradas por mujeres, con más de 106.000 nuevas creadas en 2024 (Confecámaras). Y hay más de 62.000 juntas de acción comunal organizando a millones de ciudadanos en sus territorios (Mininterior).
Seguimos aquí. Vivos. Luchando.
Pero no nos va a salvar ningún falso profeta. Ningún nuevo mesías con discursos ruidosos y soluciones mágicas. Lo que puede salvarnos es el trabajo colectivo, ese que no suena, pero transforma.
No necesitamos romper la regla fiscal. Necesitamos ejecutar bien. Colombia no está en quiebra: está mal istrada. Los recursos existen, lo que falta es voluntad, gestión, decisión. ¿Cómo puede un gobierno justificar que va a endeudar más al país si ni siquiera ha sido capaz de hacer realidad lo que prometió? ¿Dónde están las obras? ¿Dónde está la acción?
Ni Chapulín ni mesías, así que nos toca a nosotros. Porque, al final, lo que somos –y lo que seremos– depende de lo que elijamos juntos a partir de hoy.
El problema no es de plata: es de prioridades. De ética. De respeto por lo público.
El país aún es viable. Se ve en los ojos de la profesora que enseña, en una lideresa que defiende su territorio, en un joven que a pesar del miedo sigue estudiando y en una madre que lucha por educar sus hijos. Viable si nos sacudimos. Si dejamos de esperar que alguien venga a salvarnos, y entendemos que el futuro es una responsabilidad propia.
Este país no se arregla solo con indignación. Se arregla con acción. Con ciudadanía que exige, que propone, que construye. No hay respuestas simples, pero sí hay caminos posibles: ejecución con transparencia, inversión social con enfoque territorial, política con sentido de comunidad, decisiones con base en evidencia y no en ideología.
¿Vamos a seguir observando desde el miedo? ¿O vamos a actuar desde la esperanza?
Colombia no se ha terminado. Está en proceso. Aún podemos darle un final distinto a esta historia: uno donde no triunfen el cinismo ni la violencia, sino la inteligencia colectiva, la solidaridad y la capacidad de hacer, paso a paso, lo que se necesita hacer.
Porque si algo sabemos quienes le apostamos la vida a este país y en este país es que no hay dolor que no pueda transformarse en fuerza. Ni crisis que no pueda volverse oportunidad.
En otras palabras, ni Chapulín, ni mesías, así que nos toca a nosotros. Porque, al final, lo que somos –y lo que seremos– depende de lo que elijamos juntos a partir de hoy.