Nunca desaparecieron del debate público. Pero hubo momentos cuando la discusión parecía moverse en terrenos más prometedores.
Me refiero a las narrativas de la violencia en Colombia, que hoy corren el riesgo de anclarnos nuevamente en el pasado tras el atentado criminal contra el senador Miguel Uribe en días recientes.
Identificar las causas de los problemas de la violencia (en Colombia y en cualquier otro país) no es una tarea fácil. Sobre todo cuando el fenómeno se manifiesta como algo continuo en el tiempo, de largo plazo y extendido en la geografía.
Es entonces cuando toman arraigo nociones como la cultura de la violencia nacional; la intolerancia frente a los otros; la violencia no ya como estigma histórico, sino como parte del mismo cuerpo –los supuestos genes de violencia que llevamos en la sangre–. El pueblo colombiano tendría un "alma violenta"; nos caracterizaría la "agresividad".
Importa recordar este lenguaje sobre la nacionalidad que se impuso desde el Bogotazo, con antecedentes en el siglo XIX que habría que estudiar mejor.
Ha sido un lenguaje utilizado por líderes políticos, religiosos y culturales, sin distingos ideológicos. Recibió sello de autoridad máxima con las palabras de nuestro premio Nobel Gabriel García Márquez, quien en sus memorias evocó sus años de joven, cuando "los colombianos nos matábamos los unos a los otros por cualquier motivo, y a veces los inventábamos para matarnos".
Los episodios violentos de la última semana han causado una conmoción. Nos remiten a la espiral de violencia extrema desde las décadas de 1980 hasta sufrir las mayores tasas de homicidio del mundo.
Son palabras, claro está, que reflejan genuino dolor por una trayectoria histórica llena de sucesos trágicos. Captan sentimientos de desespero, en la búsqueda de horizontes con esperanzas. ¿Pero son las palabras más conducentes a lograr la paz tan añorada? ¿Y son acaso fieles a la realidad?
En las ciencias sociales domina cierta tendencia a explicar las resoluciones de los conflictos en términos de poder. Serían casi solo los incentivos económicos y militares los que motivarían acuerdos efectivos entre las partes en disputa. Se presta poca atención a la atmósfera intelectual que les rodea –y es aquí donde las palabras importan–.
Los episodios violentos de la última semana han causado una conmoción comprensible. Nos remiten, con mayor urgencia que la experimentada en años recientes, al espiral de violencia extrema desde las décadas de 1980 hasta sufrir las mayores tasas de homicidio del mundo. Nos remiten igualmente a repasar los cambios del clima intelectual ocurridos desde entonces.
No es un ejercicio que pueda hacerse a la ligera. E imposible hacerles justicia en este corto espacio a los desarrollos de la historiografía sobre la violencia en Colombia, depósito de una rica y sofisticada literatura. Por el momento, quisiera referirme a un par de textos que encuentro ahora de oportuna relectura.
El primero es un duplo, de Malcolm Deas y Fernando Gaitán Daza, Dos ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia (1995). Formó parte, junto con otras publicaciones de la época, de una corriente revisionista que ayudó a repensar los problemas de la violencia colombiana. Las lecciones dejadas por significativos trabajos de un gran número de autores no deben echarse en saco roto.
El segundo es un ensayo relativamente breve de Daniel Pécaut, Memoria imposible, historia imposible, olvido imposible, aparecido en su libro Violencia y política en Colombia (2003). En sus páginas, Pécaut advertía entonces cómo "la experiencia cotidiana del terror y del miedo" entre muchos "sectores de la población colombiana" dificultaba la "construcción de un relato sobre lo acontecido y, por lo tanto, de la memoria".
Sabia advertencia que es preciso registrar para recuperar lenguajes de paz.