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Las hijas de la crisis

La prostitución, el trabajo más antiguo del mundo, hoy les da de comer a las niñas de Venezuela.

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La crisis económica de Venezuela empujó a los ingenieros a trabajar de taxistas, hizo que los maestros perdieran la vocación y que a los médicos dejara de importarles ‘salvar vidas’ que no estén aseguradas. Alternativas como ‘peroleros’ y trabajos tipo freelance se volvieron más demandados que un empleo convencional.
Hambre sentimos todos al menos una vez, y comprar comida siempre será prioritario por encima de la ropa y la educación, o eso es lo que les hicieron creer a los hijos de la crisis, esos niños que nacieron en dictadura sin siquiera ser conscientes del significado de la palabra.
Los menos afectados redujeron sus porciones de comida, los más susceptibles perdieron el año escolar, muchos motivados por la necesidad de ofrecerles un bocado a sus madres y hermanos.
Algunos trabajan vendiendo dulces en los semáforos, otros fueron empleados en los autobuses y nunca faltarán los ‘mandaderos’, lo que no deja de causar indignación, pero la preocupación más grande está en los lugares donde nadie voltea a ver la vida: en las esquinas y plazas concurridas, una vez cae la noche.
La prostitución, el trabajo más antiguo del mundo, hoy les da de comer a las niñas de Venezuela, quienes ya sea para adquirir objetos en esencia banales, como maquillaje y vestidos caros, o bien porque creen que solo así pueden llenar sus alacenas, recurrieron a vender su cuerpo en una esquina de mala fama a la luz de la luna, usando un disfraz de cuerpo semidesnudo que indudablemente llama la atención.
Esto es algo común en algunos países de África, pero nunca en Venezuela, donde muchas madres hacen lo imposible para que sus hijos vivan inmersos en esa vida de ensueños en la que vivimos los de mi generación. Sin embargo, las cosas cambian y lo que en principio era una crisis económica se convirtió en un problema de valores, puesto que la educación ya no importa.
Muchas de las niñas que recurren a esta práctica son mucho más maduras de lo que soy yo a los 21 años, pero seguramente mantienen todavía esa mirada hechizada de quien aún cree en cuentos de hadas.
No puedo hablar por ellas, pero me basta con imaginar la expresión en sus caras cuando un hombre de avanzada edad las deja de vuelta en su esquina tras pagarles sus servicios. Las que realmente necesitan el dinero deben mirar aquella limosna recién ganada como si, en lugar de eso, acabaran de perder algo irremplazable.
No son adolescentes, son niñas de entre 10 y 13 años, quienes venden su cuerpo por migajas, así lo explicó el presidente de la Comisión Permanente de la Familia de la Asamblea Nacional, Franklyn Duarte, y muchas veces el pago es comida.
Ellas no son culpables de nada porque, por muy maduras que sean, aún no saben cómo funciona el mundo, el problema está en que no tienen a alguien que les inculque valores y respeto propio, por lo que crecerán creyendo que su cuerpo es mercancía.
ELLY HERNÁNDEZ

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